Viajar por comida es viajar por amor

Actualizado el Jueves 18, Julio 2019 Publicado el Jueves 18, Julio 2019 en Recomendaciones de viajes

¿Cuándo podemos decir que conocemos una ciudad? Según a quién se le formule la pregunta, aparecerán respuestas de lo más variadas. Algunos van a responderte con un itinerario de lugares históricos que no podés dejar de visitar, otros van a insistir en que conocer una ciudad es conocer a su gente y van a hablarte maravillas de la forma de ser de los brasileros o los italianos y también estarán los que sostengan que para conocer una ciudad, hay que caminarla y evitar los típicos recorridos en ómnibus con el guía recitando lo suyo desde un altoparlante.

La verdad, aunque es una pregunta sin respuestas incorrectas, para nosotros hay una respuesta que es la más correcta de todas: podés decir conocés una ciudad cuando te sentás a comer en los garitos en los que puede almorzar cualquiera de sus habitantes, cuando mirás al mesero o al dueño del puesto y te entregás al “¿y usted qué me recomienda?”.  Por algo los shows donde los chefs viajan por el mundo paladeando las delicias autóctonas están entre los formatos televisivos más vistos: conocer la comida de un país es hincarle el diente a su cultura de manera transversal.

Los que saben dicen que los mejores platos surgen del cruce entre la necesidad y la imaginación: tanto en el locro argentino como en el ramen japonés podemos saborear la historia de un país y reconstruir la historia desde que un plato nace para dar sustento a la clase trabajadora hasta que es considerado el plato nacional. Son manjares que llegan a serlo no gracias a la inspiración de un chef iluminado, sino debido a que pueden prepararse en cualquier casa de familia semana tras semana, adaptándose a los ingredientes disponibles en cada casa y al gusto de cada cocinero.

Destapemos la olla de algunos platos que de esta manera lograron ser parte de la identidad nacional en varios países:   

Moules-Frites en Bélgica

Ya sea que nos encontremos en Antwerp, Bruxelles o cualquier calle belga donde haya un restaurant, el plan es devastadoramente simple: mejillones con papas fritas, si es posible a la provenzal y mucho mejor si hay un chopp de cerveza helada cerca. Es un ejemplo perfecto de como combinar dos ingredientes locales y baratos para que el resultado sea mucho más que la suma de sus ingredientes. La variante más popular se llama moules-marinere y consiste en preparar los mejillones con vino blanco, manteca, perejil y ajo. Luego se llevan a la mesa en la misma cazuela en la que fueron cocinados, incluyendo un caldo glorioso que conviene sorber utilizando una de las valvas vacías de los moluscos. Un estudio reciente calcula que en Bélgica se consumen entre veinticinco y treinta toneladas anuales de mejillones solo de esta manera. Si queremos ponerle un poco de polémica a la sobremesa solamente tenemos que llamar al Garçon y preguntarle si las papas fritas son un invento francés o belga, lo cual es el equivalente europeo de preguntarle a un chileno si el pisco se destiló por primera vez en Chile o en Perú. Stromae, un artista oriundo de Bélgica, le dedicó una canción a este platillo nacional.

Ramen en Japón

De la misma manera, hay quienes dicen que el origen del ramen está en China y quienes aseguran que es japonés. La verdad, como suele pasar, está en el medio de esas dos posiciones. Antes de 1950 este plato era conocido como Shina-Soba y se servía en restaurantes japoneses de comida cantonesa, utilizando fideos de procedencia china, mezclados con un exquisito caldo de pollo o carne y agregando algas secas, cebollita de verdeo, y pedazos de cerdo. Estos mismos restaurantes ponían carritos en la calle donde vendían ramen y dumplings a los trabajadores. Luego de la segunda guerra mundial Estados Unidos inundó el mercado japonés con harina de bajo precio y los fideos comenzaron a producirse localmente, lo que motivó el cambio de nombre ya que shina-soba quiere decir “fideos chinos”. Hoy hay muchísimas variantes y cada región del país nipón adapta la receta a los productos locales y más allá del sabor que le agrega cada ingrediente, la estrella de esta preparación es el caldo, preparado durante horas por cocineros especializados. En cada cucharada de ese líquido podemos notar la imporatencia que se le da en la cultura japonesa a la paciencia, al hacer cualquier trabajo, por pequeño o trivial que parezca, con toda la conciencia y dedicación disponibles. Algunas de las variantes más solicitadas son el miso-ramen, el shōyu-ramen y el shio-ramen. Un consejo, buscá los restaurantes que ofrecen la opción de kae-dama, con la que podés pedir que te agreguen más fideos antes de terminar el plato, pagando algunos yenes más.

Francesinha en Portugal

Uno pronuncia la palabra francesinha y lo primero que imagina es algo delicado, por lo francés y lo diminutivo. Sin embargo, no hay nada sutil acerca de este plato: estamos hablando de un sandwich doble que entre sus panes contiene cerdo, salchicha ahumada, panceta y un bife. Imaginate eso y agregale un huevo frito encima. Ahora agregale una capa gruesa de queso derretido. Tomá eso, sumergilo en salsa, calentalo en el horno y servilo con una porción abundante de fritas. Eso, nada más y nada menos, es una Francesinha. Contundencia total. Un piquete arterial hermoso, con una historia igualmente pesada. Durante las décadas del 50 y 60, la durísima dictadura de Antonio Salazar forzó a millones de portugueses a emigrar, tanto es así que en 1970 se calculó que de los 800.000 habitantes de Lisboa, 700.000 habían emigrado a Francia. Cuando volvieron a su país, trasladaron parte de la cocina francesa a su país de origen y la francesinha es prueba de eso. Es básicamente un Croque Monsieur (sandwich de cerdo de origen francès), llevado al extremo, al que muchos de sus fanáticos consideran la mejor cura para la resaca. Su precio generalmente ronda los seis euros y medio y en muchos cafés de la capital portuguesa podés conseguir dos al precio de uno durante el happy hour. Sin juzgar a nadie, aconsejamos que pidas de a uno, compartas la mitad y veas como va. No te desalientes si no lo podés terminar, ¡somos varios!

Borscht, en la ex Unión Soviética.

Si bien hoy se lo considera como el plato emblema de lo que alguna vez fue el imperio ruso, la verdad es que el origen de esta exquisita sopa de remolachas es ucraniano. Como dijimos antes, es un sabor que nace del encuentro entre la necesidad y la imaginación. Una de las versiones más aceptadas sobre su origen indica que fue preparado por primera vez durante el asedio ruso a la fortaleza Azov en el sur, que estaba bajo dominio de los turcos. Alimentar a cuatro mil cosacos durante dos meses no es nada sencillo y llegó un punto en el que el jefe de cocina del campamento decidió que había que poner en una olla todo aquello que todavía fuera comestible: remolachas, calabazas, papa, cebolla, zanahoria, tomates, ajo, costillas de cerdo y panceta. La realidad es que, de la misma manera en que sucede con el ramen, no hay una sola receta para el borscht y eso es lo que hace posible que sea considerado un plato emblema en un país tan extenso y diverso como es Rusia. Bajo el mismo nombre conviven miles de variantes, pasadas con celoso secreto de abuela a nieta, durante generaciones. Algunas variantes incluyen manzanas y vino blanco, pero en donde sea que lo preparen hay dos reglas fundamentales: primero, que la sopa debe tener un color violáceo intenso, con pequeñas lagunitas grasulientas de color anaranjado flotando en la superficie y segundo, que siempre es todavía más rico al otro día.

Queda claro que sentarse frente a un plato típico es estar frente a un pedazo de historia comestible y que hay pocas cosas más lindas que viajar por amor… a la comida. 

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